Émili de la Zelva
El mito de la llorona mexicana existe de dos maneras. La primera habla de una indígena que se enamora de un conquistador español y que al ser engañada por él decide matar a sus hijos producto de la relación entre ambos; una especie de Medea tropicalizada. La segunda versión trata de una mujer que por estar lavando ropa a la orilla del río descuida a los hijos que se ahogan en la corriente. Pareciera que la mujer vive encadenada a dos arquetipos milenarios, tanto el de la esposa como el de la madre, y se lamenta más bien porque no puede librarse de la maldición que nace en épocas de la colonia.
La madre lo da todo por sus hijos, pero qué damos los hijos sino angustias. No es raro ver a la madre como nuestro todo; cuando es más que un maternal todo, también es hija, mujer, persona. El plañir de la llorona hace vibrar la consciencia pues lo único que como hijos esperamos, es llegar a regresarle un cariño a la vieja y que ella nos de su reconocimiento. Por eso su lamento encuentra en nuestra piel de gallina, un antiguo reflejo espeluznante ante la impotencia por salvar a quien nos ha traído al mundo.
Se piensa que el mito en general habla de un sistema de valores, que es sólo un manual de comportamiento para las sociedades antiguas y poco civilizadas. Yo creo que en el evidente conocimiento secular que se fue asentado durante generaciones, se construyó un inconsciente que rebasa por completo la razón. Somos más de lo que podemos aprender. El mito es la personificación de preocupaciones que no hemos podido resolver a través de muchísimo tiempo.
En la guerra se habla de soldados; pero cuantas madres se encuartelan en la angustia de la espera. En México incluso han perdido a sus hijos estudiantes, a los aplicados y a los exigentes. A lo largo de siglos y siglos se han lamentado tantas madres, por los hijos que el destino nos ha arrancado. Entre los callejones de los barrios se derrama sangre en nombre de la jefa, que riega la tierra con el orgullo violento de nuestros actos. Y en noches de tormenta, donde el cliché del viento se hace escuchar, aúlla el tiempo que aun los muertos esperan recuperar; como una madre que se arrastra por las épocas sin poder descansar.
Dos de mis compañeras de escuela aseguran haber escuchado a la llorona; incluso una de ella da fe de que no había viento posible, ni explicación para haber oído tan claro el tan sonado “¡Ay, mis hijos!”. La maestra habló de un estudio sobre la interpretación de las nubes, en el que se demuestra que nuestro cerebro encuentra formas donde no las hay y da sentido a lo que no lo tiene. Un ladrido, un crujir de los muebles, el rechinar de una máquina detonan en nuestro cerebro a la llorona; sin embargo eso no significa que no exista la leyenda, sino que se esconde en otra parte.
En tik tok también hay videos que exponen este fenómeno. Reproducen un audio varias veces y aunque es el mismo en cada ocasión, se escuchan distintas palabras según las leemos en la pantalla. Es decir que al leer una palabra el inconsciente se predispone para escucharla sin importar el audio real. Y es así en un caso abstracto, en el que el mensaje no nos es significativo. ¿Qué pasa cuando un tono particular detona un recuerdo específico, una angustia pasada, un lamento de la madre?
Cuando era niño recuerdo que mi mamá veía Mujer casos de la vida real. Programa del que recuerdo una historia en particular en la que siempre que la madre le hablaba a su hijo para pedirle favores, él la ignoraba; hasta que un día los gritos de la madre no fueron en vano y por no ser correspondida había muerto. Desde entonces quedé marcado, cada que mi madre me hablaba para ayudar en la cocina o hacer quehacer me provocaba un vuelco en el estómago, un dejo recurrente de la muerte.
Ahora cada que escucho música hay un cierto tono, un color de voz que me hace erizar la piel y querer voltear hacia la nada. Durante un día cualquiera hay un ruido que me tiene como respondiendo un llamado fantasma. Una madre que no es la mía pero que reconozco en su voz y en su lamento me persigue. Y yo solamente huyo, de sus abrazos y de su reconocimiento. No puedo enfrentarla, enfrentar mi propia finitud, mi soledad.
Nos repetimos constantemente que los mitos no existen, que son inventos de sociedades antiguas para explicarse las cosas que no entendían. Vivimos en nuestro mundo de lógica y de medición. Incapaces de encontrar la unidad que mida el alma. Nos aterra enfrentar la irracionalidad que nos habita, ese miedo inefable, imposible de compartir con las palabras. Nos alivia momentáneamente la incapacidad de la ciencia para medir si existen los espíritus; cuando somos nosotros el pueblo fantasma que alberga una sociedad acumulada de toneladas de generaciones lamentándose estar muertos.
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