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Foto del escritorEmiliano Zavala Arias

Entrevista a Amparo Dávila


´Émili de la Zelva


Desde la primera vez que leí a Amparo Dávila quedé arrobado por ese mundo fantástico y terrible de palabras elegantes y que a su vez se entremetían con la cotidianidad de mis días. Conocí algunos de sus cuentos gracias a un curso llamado “El dedal y la pluma: Las mujeres en la historia de la cultura y la literatura”, impartido por Lourdes Gállego Martín del Campo. Gracias a ella conocí una manera de escribir mucho más cercana a la mía, como si hubiera encontrado a mi familia, no de sangre, de tinta.

Mas a veces la familia son esas personas que nomás conoces a través de sus historias; como mis abuelos que no tuve el gusto de escucharlos en carne propia. Nunca imaginé que pudiera conocer a Amparo Dávila. Yo no soy de los que investigan la vida personal de sus artistas favoritos; así no ha sido con mi familia, mis amigos... a ellos hacía falta conocerlos en persona para no caer en juicios ajenos. A Amparo preferí conocerla a través del cuerpo de sus letras, de sus ficciones que fueron infancia, memoria y vida misma.

Cuatro años más tarde la oportunidad de conocerla se me presentó sin avisar. Después que pasé por varias academias de escritura y que por una u otra razón quedara sin escuela en la ciudad de México, después de buscar exhaustivamente un nuevo lugar donde seguirme formando como escritor, encontré la escuela de escritores, donde conocí al maestro Juan Galván Paulin, quien nos hizo leer algunos de los cuentos de ella y escribir un ensayo sobre El huésped.

Toda mi vida había buscado saber para qué era bueno. ¿Para las matemáticas? ¿Para los deportes? ¿Para la música? ¿Para la escritura? Para nada. Nunca tuve la certeza de sobresaltar en algo, siempre había un número uno delante de mí en cualquier disciplina. Ni siquiera era disciplinado. Sin embargo, siempre he sentido que soy alguien importante por lo que guardo en este cuerpo, por lo que sueño; siempre he sentido que soy alguien, siempre he sentido que soy, siempre he sentido; era eso, sentirme en el cuerpo, defenderlo que me hacía dar un paso hacia adelante.

Mas nunca tuve un mentor, un guía, alguien que me mostrara el camino y que me aconsejara. Probablemente yo los rechacé a todos y cuando crecí y me enfrenté al mundo entendí que no podía solo. Ese orgullo me caracterizó, el que me hacía perder de vista lo obvio por sumergirme en los detalles, ese orgullo el que me hizo sentir que volaba y otras veces me estampa de cara contra la vergüenza. Cuando el maestro propuso hacer un ensayo sobre El Huésped, yo quise presumir de haber leído a Amparo desde antes y pedí permiso para hacer mi ensayo sobre otro de sus cuentos llamado La historia de Mariquita.

Aunque dudoso del título de la obra, mi maestro aceptó y me dejó escribir mi ensayo sobre “otro” de los cuentos de Amparo. Cuando llegué a mi casa entusiasmado y quise releer el cuento que había propuesto, descubrí que era de otra autora mexicana llamada Guadalupe Dueñas. Se me caía la cara de tarado; nadie había acusado mi error en clase pero yo sabía que mi orgullo se estrellaba contra el suelo una vez más. “Tal vez nadie recuerde el título que nombré” -pensé y me dispuse a buscar un cuento diferente. Por flojera leí primero el más corto de los que aparecían en el libro; resultó ser Árboles petrificados.

No sólo fue el único cuento que leí esa noche, lo leí unas 3 veces más; una buscando cada palabra que no sabía y deteniéndome ante cada elipsis como un brinco en el tiempo que acusaba un mismo amor inacabable, otra vez lo leí en voz alta para sentir sus palabras y el ritmo en su escritura y por último lo leí en silencio, adentro mío, como un tesoro. Será porque reconocí en el cuento un océano atemporal, un amor infinito y terrible, es decir, no sólo había una complicidad con el amante, sino una separación, una maldición de por vida; era un amor que se proclamaba vivo desde la distancia y el aparente olvido.

Cuando leí mi ensayo en clase, no sólo oculté mi confusión, cautivé a mis compañeros y a mi maestro quien nos confesó que Amparo Dávila había sido quien le enseñó todo lo que sabía de literatura a él, y que si no fuera por el delicado estado de salud en que ella se encontraba, le llamaría por teléfono para contarle que una vez más estábamos analizando su obra. Algo en mi lectura del cuento, despertó un sentimiento de confianza en mi maestro, quien nos confesó lo que alguna vez Amparo le había dicho sobre tal cuento; “Yo siempre lo voy a amar a él, aunque sé que nunca va a dejar a su familia por mí.”

Sentí que empezaba a acercarme con mi familia de tinta y que el encuentro con Amparo era posible. El profesor Paulin nos platicó algunas anécdotas más sobre ella, sobre su elegancia y su porte, su manera natural e inocente de ser tan mágica y terrible. Sin embargo, más tarde acabó el curso y nunca me atreví a conocerla en persona, a buscar el encuentro; por no incomodarla, claro. Se atravesó una pandemia y tuvimos que terminar el curso a distancia; acabé el diplomado en escritura creativa desde Querétaro y pasé a recoger mi diploma unos meses después sin oportunidad de despedirme o volver a platicar con mis maestros. El 18 de abril del 2020 me enteré del fallecimiento de Amparo Dávila, lo que me provocó un vuelco en el estómago y unas ganas de abrazar a mi maestro quien seguro lo lamentaba más que yo.

No podía creer lo que pasaba, me sentía de nuevo en la sombra, irreconocible por el mundo. Leí una nota en la que alguna vez Amparo dijo sobre la muerte: “me gustaría irme temblando de frío ante lo desconocido”, ¿Era ella o yo quien había quedado helado ante la soledad? Incomprendido una vez más. Había perdido lo que apenas podía comenzar a llamarse guía. No podía aceptarlo. Quise leer sus poemas en voz alta para que sus anhelos sobrevivieran en mi boca, mas tuve que caer dormido, dejarla descansar en silencio mientras yo soñaba.

De igual manera no hubiera sabido por dónde empezar a platicar con Amparo. ¿Qué le habría preguntado? La edad no se le pregunta a una dama. Sobre sus libros, tal vez, lo consideraría muy fría y común.

-¿Dónde nació usted?

-En Pinos, Zacatecas.

De seguro ya se lo habían preguntado antes. ¿Qué cosa no le habrían preguntado ya? sobre su infancia...

- Yo tuve una infancia muy peculiar, porque tuve un hermano un poco más chico que yo: Luis Ángel. Y el murió como a los 4 años, cuando yo tenía 5. Entonces quedé muy sola, muy triste, muy enferma. Y como Pinos era tan frío, entonces, cuando tenía fiebre no me dejaban salir y me metía a la biblioteca de mi padre que daba hacia la calle y desde ahí me entretenía viendo las caravanas que iban a enterrar a sus muertos; porque no había cementerios en esa época en las rancherías cercanas, y a pinos iban a enterrar a sus muertos. Entonces yo me divertía, me entretenía viendo pasar la muerte, porque era lo que pasaba, ¿verdad? A veces pasaban los muertos sobre el piso de la carreta porque iban a buscarle su caja para enterrarlos, otras veces los llevaban sobre el lomo de una mula. Pues sí, le digo, era un espectáculo.1

Qué iba a saber yo de entrevistas. Acaso iba a llegar, así como así a contarle lo que había pasado en clase; sobre su cuento Árboles petrificados.

-Discúlpeme, no estoy juzgándola. Perdón. En realidad, quería decirle que la entiendo. Yo también estuve ahí y fui, pues, el otro..

Lo que quiero decir es que yo también he sentido ese amor incondicional, que no se apaga con la separación del tiempo. Al contrario, perdura en la distancia y no queda más que revivirlo a través de las palabras, de la memoria hecha palabras.

-Qué bonito hablas, muchacho. Para ser tan metiche.

- Qué vergüenza.

-Tranquilo, si fue ese Paulin el que me la debe. Andar contando mis intimidades.

-Fui yo el que ando de chismo con usted. No dejo de regarla. Ya debería haber aprendido con tanto que la riego.

-Tú síguela regando, que tal que cosechas algo de eso...

-Qué sonrisa tan pícara, Sra. Dávila

-Dime Amparo, por favor.

-¿Alguna vez dejaré de equivocarme?

-Probablemente no.

-Nunca supe decidirme, por nada. Esa es mi mayor vergüenza. Me sentía vulnerable cada que intentaba algo; a veces queriendo que en la exactitud de las matemáticas entrara lo inexacto, otras entrenando, conociendo las capacidades de mi cuerpo o dejándolo de lado con el alcohol y las drogas, a veces tocando la guitarra y cantando como si me tocara a mí mismo, sin saber cómo llegar a los demás, a un público, a una pareja. Pero enfrentarme, ver lo que soy a los ojos, y escribir...

-¿Qué pasa con escribir?

-Escribir no es fácil.

-No escribas.

-¿Cómo?

-Si te parece difícil, no escribas, no tienes por qué hacerlo.

Esto no se trata de ser bueno o malo, tienes que escribir porque no existe otra forma de respirar, de ser, de existir.

-Perdón. esta entrevista se trataba de usted, y terminé hablando de mi. Como siempre.

-Así somos nosotros.

-¿Quienes? Los escritores... Me está llamando escritor.

-No te equivoques. Hablo de las personas, al menos las sensibles. Para eso no hay que ser escritor, sino sentir. Oler, saborear, observar, escuchar, palpar.

-Tiene razón, tal vez nunca deje de equivocarme, tal vez yo soy la equivocación, esto que resalta en el paisaje y que incomoda.

-Tal vez.

-Tal vez solo quiero llamar la atención y que vena cuan imbécil puedo ser.

-El que alza la voz, o el que escribe, se atreve a ser llamado imbécil. Pero no por eso nos quedamos callados por siempre. Lo que tenemos que decir lo pide el cuerpo, lo necesita para ganarse un espacio en el mundo. Gánate un espacio en el mundo, muchacho.

-¿Pero cómo? ¿Cómo empiezo? Ayúdeme.

-No es tan fácil. Yo tuve que vérmelas por mí misma. No escribía por meses. Pero cuando hacía falta, los textos salían a chorros; era para mí imposible detenerlos... ...detenerme.

-Usted debe ayudarme. ¿Cómo hago para no parecer un idiota? Para no ser un error más. Para callar este maldito orgullo que se sigue levantando en mi voz.

-Escribe. Siente. Exprésalo. Ese orgullo es lo único que tienes, y aunque se siga cayendo, que no se calle.

-Es que no sé dejar de escribir, pero la angustia de ser el mejor no me deja en paz.

-¿Y quién dijo que tenías que ser el mejor escritor?

-Mi padre siempre me dijo que fuera el mejor.

-No hay escritores buenos o mejores; eso es una idea de la mercadotecnia para vender más caros los libros.

-Pero tengo que ser el mejor.

-Ya eres el mejor Emiliano que podías ser. Ser el mejor no se trata de compararte con otros, sino de ser la versión más fiel a ti mismo.

-Sólo quiero saber que estoy en el camino correcto. Que me den una palmadita en la espalda, un reconocimiento. Una guirnalda en el cabello o un abrazo que me diga que la lucha terminó, que no hay más que escribir.

-No hay guía para la escritura. Debes dejar de pensar tanto, eso te hará más daño. Uno debe escribir lo que siente y no hay nadie que sepa mejor lo que se siente de manera individual en las tripas. Estamos solos en el mundo.

-Por favor. Sólo dígame que sirvo para la literatura. No me diga que no. Usted más que nadie tiene la capacidad de reconocer que soy un buen escritor. ¿Verdad que lo soy? Por favor no se quede callada más tiempo. ¿Qué? No la escucho, hábleme más fuerte. Veo sus labios moverse, pero no la escucho.

Desperté, solo, en mi cuarto; con la idea de que algún día, cuando esté muerto tal vez, alguien podrá leerme y sentir, que platica conmigo, que lo escucho, que nos escuchamos; que no está solo.

Notas

1: Este es un fragmento de la entrevista que Amparo Dávila concedió al FCE por estas ocho décadas cumplidas.


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