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Foto del escritorEmiliano Zavala Arias

Ominosos caminos del amor


Emiliano Zavala Arias

La soltería es un laberinto misterioso, en el que he pasado casi la vida sin saber salir. Le he perdido el miedo a los rincones de la soledad. Y claro que he sentido el amor recíproco, que he compartido tiempo y caricias con algunas personas; mas nunca he presentado una pareja a la familia o he llevado una relación cercana con sus parientes. Nunca he tenido una relación formal, ni la he conocido más allá de la careta que damos al mundo en primera instancia. ¿Es eso el amor? Para mí, ahora, sí. A grandes rasgos sobre el camino del primitivo conocimiento de alguien, prefiero que sea lento y con detalles en su paisaje; pero al final pretendo seguir queriendo conocer la vida del otro.

Con conceptos tan abstractos como el amor la respuesta se vuelve subjetiva, individual; el amor es individual cómo en la fábula del conejo que se le adjudica a Lewis Carroll, pero que no aparece en sus libros:

<<–¿Pero tú me amas? –Preguntó Alicia–.
–¡No, no te amo! –Respondió el Conejo Blanco–.
Alicia arrugó la frente y comenzó a frotarse las manos, como hacía siempre cuando se sentía herida.
–¿Lo ves? –Dijo el Conejo Blanco–.
Ahora te estarás preguntando qué has hecho mal para que no consiga quererte al menos un poco, qué te hace tan imperfecta, fragmentada.
Es por eso que no puedo amarte. Porque habrá días en los cuales estaré cansado, enojado, con la cabeza en las nubes y te lastimaré.
Cada día pisoteamos los sentimientos del otro por aburrimiento, descuidos e incomprensiones.
Pero si no te amas al menos un poco, si no creas una coraza de pura alegría alrededor de tu corazón, mis débiles dardos se harán letales y te destruirán.
La primera vez que te vi hice un pacto conmigo mismo: "evitaré amarte hasta que no hayas aprendido a amarte a ti misma".
Por eso Alicia, no, no te amo. No puedo hacerlo. >>

El amor es individual, así es como se contagia a los demás y se convierte en una paradoja circular. El amor no es admiración como otros piensan, es algo que no se puede evitar sentir en las viseras, algo que las palabras solo alcanzan a señalar sin tener las razones para hacerlo. Qué curioso es el tiempo que permite hacer diálogo con Lewis Carroll, que ya está muerto. Que alguien pueda poner palabras tan trascendentales (para mi) en su boca inerte, que él jamás quiso decir. Así yo, puedo poner palabras en boca del recuerdo y volverlo fábula que instaure en el futuro de la palabra escrita, los vestigios de un camino pasado.

––– Hace quince años, con motivo del viaje de graduación de la primaria a la que asistí , mis compañeros de sexto grado y yo pasamos un fin de semana en una hacienda cerca de Querétaro, perdida en el mapa de mi desubicada memoria. Llegamos en camión a un camino de terracería, donde en camionetas de redilas pusieron nuestras maletas y nos subieron a todos los escuincles. Íbamos de pie en la parte trasera de la troca, bromeando con la Ramona, brincando entre piedras del camino y riéndonos de los que se asustaban con el sangoloteo. Al llegar, nos mostraron el lugar en que nos tocaba dormir a niños, el tapanco, y a niñas, el cuarto de literas. Cuando comenzaba a hacerse de noche, subimos por un camino serpentina que esquivaba al frente una cancha de basquetbol rodeada por un canal, pues del otro lado de la curva del sendero había un lago que seguramente se ensanchaba en época de lluvia, para inundar su alrededor. Más arriba dimos otra vuelta junto a los baños y en la punta encontramos el cenador donde nos sirvieron pizza y leche con chocolate para recibirnos.


Se hizo de noche después de haber comido y lavado nuestros trastes. Al salir del cenador me encontré con una niña que no asistía a mi escuela y que pocas veces había tenido oportunidad de hablar con ella, se me revolvía el estómago y se me enredaba la lengua de pensar en hablarle. Aquella noche nos saludamos con la sorpresa en nuestros infantiles rostros y nos separaron rápidamente los itinerarios distintos.

Volvimos a bajar por el camino en forma de sierpe. Primero pasamos los baños, a la izquierda la cancha de basquetbol rodeada por su canal; de lado derecho, un poco más abajo, el lago que seguramente se ensanchaba en época de lluvia para inundar su alrededor. Y en la sección más honda y plana, al final del camino, reunimos entre alumnos y guías los maderos para compartir una fogata bajo la noche sin luna.


Pedí a un amigo que me ayudara a escaparnos en busca de la niña que me hacía sentir frente a lo desconocido. Él puso de pretexto a los adultos que necesitábamos ir al baño, el cuál estaba cerca del cenador. Los guías accedieron a dejarnos ir solos; olvidamos las linternas. Dos niños de doce años avanzábamos por la noche entre las sombras densas de los árboles que se agitaban a nuestro paso. Seguíamos subiendo en línea recta, sin saber dónde pisábamos, Seguíamos la luz en la punta de la montaña. Comenzamos a bromear y a rezar un padre nuestro en tono burlón; cuando...

El mundo entero giró 45 grados y yo intentaba caminar contra el suelo. Sentí dolor en mi mano izquierda que estaba por debajo de mi peso. Me levanté y no pude moverla. Mi amigo había girado en el aire y cayó de espaldas, pero no le dolía nada. Nos sentíamos desubicados; habíamos azotado en el canal con metro y medio de altura de la cancha de basquetbol.

Cómo es la oscuridad de la memoria que me hizo caer en lo que había caminado ya dos veces. Cómo fui tan torpe de olvidarlo y descubrir que al fondo del abismo que sentía por ella, solamente encontré el cemento, un cambio de perspectiva.


Minutos más tarde nos encontraron los guías en el baño. Yo comencé a llorar cuando escuché llegar a los adultos como por respuesta inmediata, (como siempre he sido bien chillón). Recuerdo que una de las Guías, mencionó: “Qué lindo, llora por un pequeño raspón en la barbilla”. Jamás olvidaré la rabia y vergüenza que sentí, cómo esos sentimientos me impidieron argüir ante su ignorancia. Además no pude mover el brazo afectado durante una semana y tampoco pude disfrutar de la mayoría de las actividades del campamento junto a mis demás compañeros. Sin embargo, resultó ser un pretexto para ser atendido por las niñas de mi escuela y, sentir un cariño y apapacho, que ni la más ominosa noche me ha podido robar hasta el día de hoy. –––

El camino del amor es ominoso, de neblina en la noche de la sierra queretana de mi alma. Por ello no busco un amor ideal, ni con características específicas en mujeres u hombres; solo espero que cualquier persona pueda sorprenderme en su forma de ser y me haga dudar de mí mismo y de mis tradiciones. Es algo que sé que merezco, el amor, pero tal vez esto no sea de merecerse. La vida no es justa para nadie, y en eso se compensa con todos; podemos vivir dignamente bajo la promesa de ser justos, mas no esperar de la vida lo mismo.


Prefiero aceptar lo desconocido del futuro, y temblar ante la incertidumbre de lo que vendrá. Tal vez ya me acostumbré a estar solo; yo soy mi mejor compañía en éste laberinto, en cada sorpresa a vuelta de esquina. Tal vez no ha llegado alguien que me haga pensar lo contrario o me haga dudar de como me afirmo ahora. No he conocido quien me deje de nuevo sin palabras y con la lengua hecha nudos; que yo pueda en ella inspirar lo mismo; acompañarnos en eso, en una incansable búsqueda por descubrirnos, o reinventarnos. Lo interesante será ver qué pasa con el dédalo de mis entrañas.

Para mí eso es el amor, las ganas de verter dos mundos de distintas tradiciones en un continuo conocerse uno al otro, escucharse y dejarse envenenar por lo ajeno. Como diría mi maestro Juan Galván Paulin: Acariciar no es poseer a la pareja, es revelar lo desconocido en ella. Y pienso que así mismo, podemos besarnos con la incertidumbre de lo otro.


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