Emiliano Zavala Arias
Hoy en día está de moda el tema de la cancelación, de los tóxicos y no tóxicos, de lo políticamente correcto y lo incendiario. Escondemos nuestros pedos de los demás, tanto existenciales como los gases olorosos. Todo lo que esté dentro de la categoría del error nos avergüenza y tratamos de esconderlo, sin darnos cuenta que es parte de nosotros como del ser humano. Pero la sombra se cuela en las pesadillas, en los mal viajes, en la razón, en las sombras de estas ideas que escribo cada viernes.
¿Por qué nos cuesta aceptar que nos equivocamos? Disimulamos nuestros tropezones, aderezamos nuestras anécdotas, usamos maquillajes, ropa de moda, nos operamos el cuerpo. ¿Quién dijo que una nariz deba ser respingada y que una piel sin arrugas es el ideal de belleza? ¿De qué manual de estética han sacado tales conclusiones? La belleza va más allá de la razón, se comprueba solamente de manera individual, se siente en el estómago, en el vientre, en el temblar de las piernas ante la inmensidad de la naturaleza. El destino, el universo, Dios, la energía, la buena vibra, cualquier cosa de la que provenga el ser humano, nos somete a ser producto de nuestro contexto histórico y emocional; a diario nos escribe la vida otra marca en el rostro, borra el color de nueve cabellos más, nos marca más la sonrisa, o nos hunde el ceño fruncido; un error más que nos separa del ideal de las revistas y estereotipos de película comercial.
Siempre es más sencillo señalar los desaciertos del otro. Nada me cuestan porque no son parte de mí, por más metáforas de los espejos que me quieran vender. Ahondar en mis errores es siempre más importante ya que se alimentan de lo que soy, de lo que establezco como verdades a medias. “Yo siempre he sido introvertido”, “A mí nunca me van a gustar los hombres”, “Nunca voy a escuchar reguetón”, “Así soy y punto; cada quién tiene su opinión”. Si cada quién tuviera SU opinión y no pudiéramos cambiar, qué caso tendría platicar, qué sentido tendría el diálogo en un mundo de acabados perfectos.
Los acabados perfectos no existen y el más claro ejemplo es la relación entre padres e hijos. Nadie educa para ser madre ni para ser humano. Si nuestros padres fueran totalmente complacientes con nosotros, estaríamos tan cómodos que jamás saldríamos de nuestra zona de confort, pensaríamos lo mismo que ellos y haríamos lo mismo que ellos, pero en una época distinta. Nunca saldríamos de casa de los padres, de su yugo o de su guía. Son las diferencias como hijo lo que permite encontrar el carácter individual. Según nos “rebelamos” y la cagamos en nuestro propio camino, nos vamos encontrando rutas no exploradas.
Me gusta pensar que mi inteligencia está basada en el error. La única cosa que sé de seguro es que cometo muchísimas equivocaciones, todos los días, en cualquier cosa que intento. Para el momento en mi vida en que he aprendido más conceptos y creo haber formado un criterio bien establecido, me descubro a mí mismo pendiendo de un hilo de cordura, a punto de caer en la realidad de no tener idea de nada. Por ello la inteligencia que me propongo a desarrollar está basada en lo mismo que conforma mis debilidades, lo que me separa de lo aparentemente establecido fuera de mí, de lo otro.
A veces pienso si me equivoqué al no seguir la carrera de ingeniería en vez de entrar a la carrera de música. Sé que me equivoqué al salirme de la carrera de música, o al haber creído que la facultad de filosofía sería un ámbito de solidaridad, o por seguir buscando mis necesidades académicas en lo ajeno. Cuántas clases me arrepiento de no aprovechar en mi infancia. La cagué al no haberle contado mis secretos a la pareja que más he querido, y al tomar en exceso y procrastinar mientras sueño despierto. O como el pasado fin de semana, que fui atrapado en mi ignorancia por una niña de 10 años. Primero me admiró que mi sobrina, Luisa, escuchara tan atenta la plática entre mi hermana y yo. También me sorprendió su soltura al preguntar una palabra que no conocía; “vulnerable”. Vulnerable es aquél que puede ser herido, sin embargo, mi hermana y yo hablábamos sobre el libro La única de Guadalupe Marín, donde yo apuntaba que a mí me había atrapado que la autora del libro estaba siendo vulnerable en su escritura. ¿Cómo explicarle a una niña que está bien dejarse herir en el arte? No quería darle un mensaje equivocado, me sentí responsable de mis palabras. Al quedar en silencio oculté mi falta de respuesta y seguido a eso expuse mi traba con un: “Es una muy buena pregunta”. Por suerte me salvó mi hermana, quién le explicó el contexto de la palabra en que la estábamos usando; creo recordar concluyó que se basaba en ser honesta con sus sentimientos.
A menudo usamos palabras que nos cuesta trabajo explicar, y desarrollar en su contexto. Deberíamos ser más como los niños y tropezarnos en cada palabra que no sepamos su significado exacto, estar vulnerables a los raspones de la vida, a ser heridos y a levantarnos con la vivacidad que caracteriza a la infancia.
Es un hecho que no podemos cambiar el pasado, que la cancelación y el evadir la oscuridad no la elimina, la ignora dejando nuestra suerte a la deriva. Tal vez actuando junto con nuestras deficiencias y volviéndolas parte del estilo, atrapando cada rayón involuntario en la escritura del paisaje, como el ramaje de manglares hundiéndose en las lágrimas de los milenios.
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