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Foto del escritorEmiliano Zavala Arias

Lugar común


Emiliano Zavala Arias


La veía estar como en el rincón de un sueño, mejor dicho, me sentí atrapado en una pesadilla junto con ella. Su belleza era tan mística y exótica que admirarla me pareció un lugar común; la habitación se encontraba repleta de ellos, de nosotros. Me fastidiaba la idea en mi cabeza; incluso yo me percibía como una expresión gastada de mí mismo. Sabía en mi interior que yo era el hombre de su vida y ella debía sentirse la mujer más afortunada sobre la tierra.

Yo era más de lo que ella hubiera creído merecer, eso era seguro. Que un hombre tan atractivo, como este ejemplo de virilidad: bronceado, de mirada sensual, de gentileza extrema, de cortesías en desuso, de futuro prometedor sólo tuviera ojos para ella, aunque la reunión había convocado a muchas mujeres bellas, era algo que seguro colmaba todas sus expectativas.

Ella no se encontraba parada en dirección a mí, más bien de costado. No alcanzaba a verle el rostro, mas no importaba. Sin duda su cuerpo era espectacular; alta, delgada, acinturada, piernas largas y torneadas, cabello lacio y castaña. Llevaba un vestido corto y de tirantes que dejaba ver la ausencia de sujetador y sus pequeños senos erizados resaltaban libres bajo la suave tela. La piel canela y desnuda en sus clavículas, brazos, muslos contrastaba con el azul cielo y armonizaba cabe las pequeñas flores naranjas que ataviaban su hermosa y femenina figura.

Me pellizqué la pierna por instinto, para corroborar sí era un sueño; no desperté. Esperaba que ocurriera un milagro, daba gracias a la vida por estar con ella, sonaba la hora de Luis Miguel en la radio y me di valor para acercarme hasta su espacio personal. Atravesé los lugares comunes, la fiesta entera, sentí que iba a desfallecer. Mi corazón latía apresuradamente. La tomé por un hombro y cuando la tuve cerca me percaté que no tenía rostro.


De algún lugar extraño emitió una voz que me susurró al oído; “tú serás para mí, amor mío”. Por fin desperté. Estaba confundido, seguía en la misma habitación. La diferencia es que ahora yo llevaba puesto el vestido azul cielo. Hacía unos instantes me había parecido hermosa la silueta que ahora yo ataviaba con tantos nervios e inseguridades. Repudiaba los boleros romanticones que sonaban en la fiesta. Un hombre se me quedaba viendo de una manera acosadora que me hacía sentir escalofríos; me desnudaba con el pensamiento. Me hacía sentir vulnerable con ese vestido tan corto.

Me ardía el cuerpo entero, pero al tocarlo sentí una suavidad plenamente mujeril; la tela suave aliviaba con una dulce caricia el ardor de mi piel recién depilada. Mis piernas rozaban libres y humectadas, mi cuerpo irradiaba una luz a cualquier rincón oscuro de aquella fantasía. Entonces la vi a ella, o ella a mí; no supe cuál fue el origen de nosotros. Era un hecho que nuestros ojos conversaban el tiempo perdido por los soles que ahora iluminaban la mirada circular que ambos nos dimos.

De pronto los lugares comunes me parecieron distintos, complejos y renovados. Que ella una mujer atractiva como ese ejemplo de masculinidad; bronceada, de músculos tersos, de mirada sensual, de gentileza extrema, de cortesías en desuso; atravesara la habitación repleta de extraños, con gargo de mujer y precisión mortal en cada paso, era un acto revolucionario que me rescataba de ser ahogado por el pasmo a causa de mis tantos desvaríos.

Cuando llegó hasta mí, volvió a su cauce el rumor del sueño y éramos dos guijarros a la orilla. Sonaba el Baile de salón de Café tacvba. Éramos él y ella, redescubriéndonos en cada ir y venir de la corriente musical, viendo pasar paisajes de gentes alrededor de nuestra danza, riéndonos de las incomodidades de la vida y agradecidos de poder soñar despiertos con el lugar común de nuestras miradas, tomados de la mano ante el rio del tiempo que arremolinaba profundo, e iba a dar hasta el océano que hacían posible nuestros dos vientres juntos.




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