Emiliano Zavala Arias
Leer y escribir son dos prácticas que se funden en una sola persona como herramientas primarias para conocer el mundo; leemos libros, revistas, anuncios, subtítulos, rostros, ademanes, intenciones ocultas; a cada instante decodificamos el mundo en un diálogo de integración entre lo uno con lo otro, y viceversa. Mas leer y escribir ocurren simultáneos, son inseparables. Quien escribe sin leerse, es esclavo de sus errores; quién se atreve a encarar su propia estupidez, es el artista.
¿Porqué y para quién escribo yo?
Aunque como artista es imprescindible la ficción pues me es imposible revelarme completo, hay una parte de mí que ni yo conozco; que han reescrito autores de otros tiempos con los que puedo platicar a través de sus libros sobre el mito que habita en nuestra carne viva.
Normalmente se me dificulta entrar en las reglas que cada texto propone. Tras unas dos o tres relecturas de las primeras páginas comienzo a avanzar con naturalidad por lo desconocido. Leer una obra que se ha ido tramando por años en el alma de cada autor es conversación, amistad; cuando se escucha sin prejuicios o pretextos, se avanza con naturalidad por el tiempo atrapado entre palabras. Pero si no tienes nada que decir al libro, si no investigas y complementas tu lectura con un diccionario, el libro se queda ahí, cadavérico; esperando a volver al mausoleo de la literatura.
El ejercicio literario está muriendo, cada vez pierde más espacio en el mundo. Hoy en día la forma se sacrifica por un fin económico, y en lugar de encontrar el recipiente que se ajuste a cada discurso, se plastifica y se inyecta de conservadores para etiquetarlo como imperecedero, aunque realmente no estuvo vivo nunca. Las lecturas complacientes te entretienen unos instantes y después… Nada, desaparecen sin dejar rastro en el alma. Leer por entretenimiento es desperdiciarse a sí mismo.
Entonces, ¿Por qué y para quién escribo? ¿Qué es ser artista?
A menudo ponemos a los grandes escritores en un pedestal inalcanzable, para poderlos admirar en su vitrina, desde el anonimato. Sobrestimamos la fama y subestimamos el ser un extraño entre la multitud. Yo escribo mas soy de carne y hueso, con errores; de hecho son mis equivocaciones las que me definen, son mis defectos los que me hacen singular. Mi nariz pronunciada, mis ojos bonitos, mis labios carnosos como de chica, mis piernas torneadas, mis dedos largos, mi espalda angosta.
Ese silencio en blanco, me recuerda al de mi padre, que siempre estuvo ahí para mi, callado y sin preguntas.
Mas, si al escribir tuviera que imaginar un lector, alguien específico, no saldría una sola palabra sincera de mi esfuerzo. Que las cosas que escribo sin pensar alguien pudiera encontrárselas en un futuro sin mi consentimiento, me ha hecho pasar horas frente al abismo del papel vacío; atrapado en la presente circularidad del silencio. Por miedo a mostrarme como soy ante mis familiares, ante los demás, me he mordido el alma desde los bordes de estas uñas encarnadas; he ganado una verdad inexplicable a mi esencia; una vulnerabilidad absoluta y sagrada.
Hace tiempo decidí vaciar mis viejas pretensiones llenas de lectores de fantasía y escuchar a la hoja en blanco; he querido contar mis secretos al más leal escucha, soñarme vacío.
¿Quién soy? ¿Por qué escribo? Son preguntas sin respuestas concretas; me reinvento a cada letra que hace avanzar la diégesis de mi propio cuerpo en que se despliegan los misterios al rededor a mi silueta. ¿Por qué hago lo que hago? Porque me nace.
Desde el vientre de mi madre me ha cubierto una calma absoluta que asusta a las personas y las llena de preguntas íntimas; unos ojos callados que guardan al universo en sus colores. Llevaba entonces dos vueltas del cordón umbilical en el cuello y en el momento de comenzar la cesárea y el trabajo de parto, cooperé sin titubear (o eso me han contado). Desde entonces he necesitado un empujón para hacer las cosas, pero nada más. Observador y callado crecí entre adultos. Contemplar al mundo parecía aterrador cuando no sabía participar. “Acciona” era y es la sentencia de mi madre; esa voz que ahora, grabada en mi interior, me hace escribir y querer transformar lo que se me ha dado; los genes, la tradición, las anécdotas familiares, los viajes por México, la intimidad de sobremesas repletas de gentes queridas en mi hogar, las diferencias con personas cercanas que me han permitido ser otro para separarme del cuerpo sirviente de la familia.
Posteriormente arranco almos trozos míos para dar vida a personajes y/o situaciones en mis historias, me libera el ejercicio de la auto ficción. Es entonces que la técnica se hace presente, los recursos que me brinda el estudio me dan opción. Pongo mis propias reglas; entonces soy lector de mí mismo y me encuentro de frente con mis defectos, mis singularidades, versus el espejo del pasado escrito. Afino la pluma y lo que fue un sueño infantil, va madurando con la expresión de un rostro cada vez más marcado en sus gestos, en la precisión de sus intenciones.
Además, detrás de estas letras que reviven en voz ajena, mis escritos deberían ser capaces de alcanzar lugares por sus propios méritos. Los lectores no necesitarían de justificaciones mías, ni yo podría ir siempre detrás de ellos para justificar cada equivocación. Para el lector no haría falta ni mi nombre; yo debería desaparecer tras de mis obras; borrarme de la historia y que mi voz fuera solamente un eco que participó de la eternidad, me haría sentir pleno conmigo y con mi finitud.
Por ende, lo que sale de estas manos, boca y cabeza, es más grande que mi propia individualidad; el sol y la luna juzgarán el ancho de su propio aliento, más allá de mi fecha de caducidad proyectará la sombra de los árboles genealógicos en “mis” ideas.
El anonimato que nos separa nos permite participar de las obras artísticas como personas completas; lectores y escritores a un mismo tiempo fijo del lenguaje. Los retazos de la historia permanecen entre la antigüedad de las palabras; de la etimología se ha edificado el paso de las distintas épocas. Mas únicamente la boca puede iluminar la arquitectura emocional y sintética del concepto.
Hay un pasado secreto en mi memoria que se ha hecho paisaje y que da volumen a mi silueta. Lo que sale de entre mis labios se extiende por los ligamentos de mis manos; embrujado por el lenguaje resulto en constelaciones de neuronas que despiertan la consciencia entera de mi realidad. Podrían parecer simples impulsos de locura que el tejido de mis ideas resultara en esta piel oscura, huesos, tendones, músculos y fibras más finas; el cráneo en que resuena mi voz interior. No hay más verdad que la que defiende su propio espacio, habitado por el lenguaje. ¿Doy o soy el significado? ¿Uso o participo del lenguaje? La reflexión se hace de un cuerpo para defender sus ideales; la vida ocurre en su combinación de símbolos y animales infinitos.
Pero, si me piden que rastree el inicio de mi gusto por las artes, sería como buscar el principio de mi conciencia. Nací un 2 de enero del año de 1993 aunque no lo recuerdo exactamente, me queda apenas el eco de los ruidos gastrointestinales del vientre de mi mamá. De niño me calmaba pegar mi oreja a su barriga y cerrar los ojos, entregarme al ritmo materno del que nació mi primer chillido estridente.
No sé bien qué es lo primero que recuerdo sobre el arte. Talvez pueda nombrar como pilares primordiales en mi ejercicio creativo a mis dos hermanos mayores. Mi hermana es la más próxima a mí con 10 años de distancia, y mi hermano nació 16 años antes que yo. Cuando era niño y los escuchaba contar sus recuerdos siempre preguntaba: –¿Y yo dónde estaba?, ¿Qué estaba haciendo? –Tú no habías nacido. –sentenciaban ambos para hacerme llorar–.
Desde un inicio fui chillón por naturaleza. También distraído y olvidadizo; aunque lloraba a menudo, nunca conocí el rencor. Las anécdotas de mis seres cercanos funcionaron como un bálsamo de resiliencia para aliviar mi constante y permanente agonía individual. La vida siguió y me sostuve en mis dos piernas; caminé. Después corrí y practiqué básquet, béisbol, futbol, y otros deportes. Fui un niño muy enérgico, el más pequeño de mi núcleo familiar. Me nutrí de pedacerías al interior de una basta fuente de aventuras y anécdotas.
Las primeras huellas en los parches de mi memoria ocurren en la habitación privada de mi hermana Luz. Yo era su juguete preferido. Me tomaba fotos, me vestía con la ropa de sus muñecas, me pintaba de payaso, grababa entrevistas para su programa de radio en el que yo era el invitado y respondía todo lo que me susurraba al oído.
Era muy sencillo para mí seguir órdenes y para mi hermana dictarlas. Había una confianza y una confidencia absoluta que aun guardamos en la mirada. Con el tiempo ella creció. No tuve más acceso a la privacidad secreta de su habitación. Fui expulsado de su espacio personal.
Comencé a descubrir el exterior por mis propios méritos. Los viajes en familia ampliaron de significados mis ansias por conocer exterior. No sabría decir cuándo o dónde nació mi gusto por el arte, pero he podido recrear un instante preciso de mi historia gracias a las pláticas familiares.
Me han contado que yo tendría unos 5 años cuando visitamos el rancho de uno de mis tíos de Morelia. Tras dos horas de haber llegado al lugar mi hermano me encontró sentado en un rincón y me preguntó por qué yo no estaba jugando en la tierra. Le contesté que me iba a ensuciar si lo hacía. Se rió de mí y me explicó que la ropa vieja que llevábamos puesta nos permitía jugar sin consecuencias negativas; para eso habíamos ido a ese lugar, para entrar en el barro de la libertad.
15 minutos más tarde yo estaba sucio de pies a cabeza. Me había sumergido completo en el lodo y descubrí un placer que no quise soltar jamás. Por la noche, a la hora del baño corrí desnudo al exterior de las casas y los adultos no me hubieran encontrado nunca si no fue porque, al esconderme debajo de un automóvil, me atoré y comencé a llorar.
Con el tiempo fui sacando a los adultos de la rutina de mi higiene personal. Al regresar a casa del paseo, fui conquistando poco a poco mi independencia a través del baño. Esa habitación se convirtió en un santuario a mi intimidad; en el que podía reinventarme con decenas de peinados alocados, o jugar con los rastrillos de mi padre hasta cortarme las yemas de los dedos, o probarme la ropa de mi hermana, incluso acostarme en el frío azulejo a inventarme un millón de historias porque sí, para integrar lo que observaba. Gané mi propio lugar en la realidad compartida.
Cuando escribo lo último que pasa por mi cabeza soy yo, o es el lector. Cuando contemplo con vértigo la hoja en blanco, no pienso, no existo y decido arrojarme al sufrimiento y/o placer de revolcarme en el lodo de las palabras, de ser barro. No alcanzo a vislumbrar una conclusión nunca, es un salto de fe al interior de mi experiencia: habitar el lenguaje de mis recuerdos definen luz y sombra del presente constante en mi paisaje. ¿Porqué escribo? Para el futuro en que pueda fundirme con mi padre, que a menudo callado, me observó escondiendo sus palabras. Así mismo me he vuelto escritor porque escribo, porque leo, porque observo y escucho; porque desaparezco en la sombras para dar paso a mis textos y poder abrazar el silencio eterno en que mi padre se esparció al morir.
:')