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Foto del escritorEmiliano Zavala Arias

La cultura del barrio


Émili de la Zelva


Cuando hablamos del barrio pensamos inmediatamente en inseguridad, en una zona periférica de la ciudad donde la ley raramente aplica. Incluso la palabra barrio viene del árabe bárri, que significa el exterior, o lo salvaje. Es más, esta imagen va de la mano de la precariedad, la pobreza, el petate en el suelo del cuarto y unos cuantos frijoles a la mesa. Aun si no es así, una forma simple de contestar a la pregunta es pensar sólo en gente que no sabe leer y escribir, haciendo a un lado a las analfabetas con cierto desprecio.

Por otro lado, entendemos la cultura como lo que se encuentra en los libros, las galerías, los grandes teatros, las academias, en los viajes al extranjero. Una persona culta a menudo la imaginamos de traje, con un puro, sentado en su sillón leyendo, tomando una copa de vino; o bien lo vemos como un artista de lentes y cuello de tortuga que usa palabras rebuscadas, anda con gargo elegante y lleva una pluma en la camisa.

La palabra cultura, en realidad, proviene del latín. Del sufijo –ura: resultado de la acción, sobre la palabra cultus, que significa cultivar, es decir la acción de cultivar. Es raro que una de las palabras más relacionadas a la solemnidad provenga del exterior, del campo, de lo que una vez fue salvaje y sólo los hombres con las frentes agachadas han sabido observar, conocer y trabajar.

Concebimos a la cultura como educación, y es ahí donde más me molesta. Los modales, las reglas para combinar cierta ropa, la propiedad para engullir los alimentos, incluso el reciente lenguaje inclusivo o la defensa por la naturalidad del idioma o la ortografía y gramática, son formas de imponer una división entre “educados” y “no educados”. Como si todo fuera tan simple como el blanco y negro; incluso luz y sombra llegarían a dar formas infinitas. Como decir que en el género hay binarios y no-binarios; sin darnos cuenta que seguimos polarizando. Cómo pensarnos fuera del error sin darnos cuenta cuantas veces lo dejamos pasar por alto en nosotros mismos.

La idea de una Europa interesante y sus grandes museos, hecha robos por cierto, y que habita las más importantes salas del mundo son el cementerio de las mismas sociedades que usurparon y con las que acabaron sus conquistas; me parece de lo más hipócrita, no sólo que no devuelvan el penacho de Moctezuma a su origen y lo exhiban como la tumba de lo que ellos mismos asesinaron, sino que cobren a tan alto costo la entrada y sean motivo de distinción entre clases.

Para mí la verdadera cultura está en el barrio, en sus pequeñas casas que amontonadas colorean los cerros y charolean el cielo con sus techos de lámina; en el divertido mexicano que se habla entre carnales; en los sonideros, las cumbias rebajadas, las salsas para bailar toda la noche; en el fuerte olor de las carnicerías, las diversas tonalidades de los puestos de frutas y verduras, en el resonar de la guitarra rota de un viejo encorvado en la esquina de mercados, en el trato amable y noble de las chantas, en los merolicos de tianguis, en el organillero, el afilador, el dulce olor a pan del panadero mugrosón; la verdadera cultura está en la inmensa variedad de guisos que preparan las doñitas en cada esquina e incluso los frijoles de olla de barro en las casas más humildes.

Recuerdo el primer campamento que hice con amigos en la hermosa sierra queretana, donde nos llovió durante el viaje entero y no pudimos prender un solo fuego. Nuestra comida a base de maruchan quedó en vergüenza. Al llegar a una tienda llamada “la pasadita”, cerca de las cascadas donde íbamos a acampar, una señora muy amable nos atendió y nos surtió de aguas y un huacal seco para poder prender lumbre por fin. Incluso le compramos unas caguamas que compartimos con un campesino de por ahí, quien nos habló de las fiestas del pueblo. Al dia siguiente, de regreso al pueblo de San Joaquín, pasamos nuevamente por la tienda dispuestos a tomarnos nuestras cahuamas para nutrirnos ya que, bastante inútiles citadinos, mojamos el huacal no pudimos encenderlo y terminamos comiendo las sopas secas. Al percatarse la señora de ello, se ausentó mientras disfrutábamos de nuestras cervezas en la banquita fuera de su miscelánea. Al poco tiempo de dejrnos en confianza, regresó con los frijoles negros de olla de barro y las tortillas hechas a mano más deliciosas que he probado alguna vez y que además no nos quiso cobrar dentro de lo que habíamos consumido.


“Ustedes hambriados, ¿Y yo les voy a cobrar la comida? cómo creen”.

concluyó después de varias súplicas por que aceptara nuestro dinero.

Esa para mí ha sido una de las más grandes enseñanzas sobre el significado de cultura. No le hizo falta ser leída o estudiada para ser generosa, ni siquiera hablar un perfecto español; de nada sirvió el dinero que tanto elevaba nuestro honor como las personas de ciudad con arte contemporáneo, avanzada tecnología e importantes academias.

Es más, a quién no le ha pasado que en casa rica uno tiene vergüenza hasta de usar el mingitorio; ¿Por qué hay un baño de huéspedes, además? Como si no se quisiera compartir con algún extraño. ¿Pero qué tal las fiestas en el barrio? Donde se arma la vaquita y de dos en dos pesos se junta para tomar todos y siempre alguien saca la casa, el guiso, las tortillas, alguna mamá invita un rico caldo o ameniza la fiesta con sus historias irreverentes.

Deberíamos cambiar nuestra ideología de que el pobre es pobre porque quiere y que echándole ganas uno sale adelante, progresa. Como si hiciera falta salir de donde nacimos en lugar de profundizar en la riqueza que nos rodea y a la que nunca dimos importancia. No conozco gente que se esfuerce más que los albañiles, obreros, carpinteros, y un largo etcétera. ¿Que si se quieren echar unas caguamas para soportar un doble turno en la fábrica? ¿Qué político se siente con derecho a juzgar a quien no comprende?

A menudo las posibilidades para el barrio son mínimas y las historias de éxito son una en un millón. Pero no hay gente más culta y hermosa que la que habita las calles más desharrapadas de este país, ni cultura más sabrosa que la que sale de unas manos “mugrosas”; pues como diría la chanta:


“Se burlan de nosotras porque comemos quelites y nopales, pero estamos bien juertotas. Nos hacen menos porque traemos tierra en las manos; ¿Qué tiene? Si de ahí venimos, de la tierra.”

La palabra humilde tiene que ver con quien ponía la frente a ras de piso, y es a lo que debemos regresar, a poner la razón en el suelo y así aprender a cultivar nuestras ideas y respetar las tradiciones. Cercanos a esta época de patria, celebremos la diversidad de nuestros pueblos, gentes y diversidad cultural, que no es gracias a los gobiernos ni a los importantes museos y academias, sino a la distinta gente que conforma un gentes, así con s, con un ese plural expresivo que da profundidad gramatical a quienes lo merecen.


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