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Foto del escritorEmiliano Zavala Arias

Crónica de una falsa cuarentena o de un encierro involuntario


Emiliano Zavala Arias

Día 1


Lunes, me levanto acalorado, desacostumbrado al clima de Querétaro, lugar donde nací. Tras sólo vivir dos años en la Ciudad de México me he vuelto más frío, o menos friolento; cómo se diga. Vine a pasar vacaciones con mi familia y la cuarentena me ha encerrado en la casa de mi infancia. “Allá en la urbe me había hecho el hábito de tender a diario mi cama, aunque aquí en Querétaro nunca lo hice.” Contemplo las sábanas blancas al descubierto.

Bajo a la cocina a calentarme el té de jengibre que ya me es costumbre. Justina salta a la ventana, dejo pasar a mi gata al interior de la casa. Se me restriega en las piernas, maúlla desesperada. La cargo y nos tranquilizamos. La sostengo en un brazo, la acaricio. Me muerde. La suelto por la alergia. Sale corriendo hacia la puerta, la abro y atraviesa el patio hasta el cuarto de lavado; su cuarto.

Como una guayaba, un plátano y un yogurt bebible de ciruela arriba en mi habitación, para aliviar el ardor de mis intestinos. Leo las frases revueltas de Amor líquido de Bauman, aún a la orilla del sueño con Ella.

Bajo a desayunar y las noticias confirman definitiva la fase 3 de la contingencia. Ordenan obligatorio el uso de cubre bocas. Recojo la mesa. Lavo trastes. Me cepillo los dientes.

Me conecto a clase en línea; simulo estar con mis compañeros, simulo poner atención, simulo entender al maestro, simulo hacer un comentario elocuente. “¡Carajo!” -grito al cerrar la ventana virtual por fin. Simulo seguir cuerdo y continúo en la corriente del día.


Hago mis ejercicios de respiración.


Intento cumplir con las tareas de escritura, sentado frente al escritorio oscuro de mi cuarto. Debo salir y sentarme en el suelo, buscar sentirme cómodo versus el librero de donde se ve la tele. Contemplo el presente de piedra, inmóvil ante los borrones del pasado. Nunca había visto de cerca los libros de mi padre.

Bajo a ayudar a hacer la comida; comemos mole de olla mi mamá y yo en la mesa de la cocina; comentamos anécdotas familiares. Acompañamos las cicatrices con algún chocolate con menta. Recogemos entre los dos los platos sucios y la comida. Me lavo los dientes. Subo a mi cuarto. Reposo, reviso unos minutos algunos videos de risa en Facebook.

Leo poemas en voz alta de El soldado desconocido de Salomón de la Selva.

Enciendo la tele en la que ya no encuentro sosiego; cambio el canal constantemente. Las noticias sobre el covid se contradicen. Regreso a mi cuarto. Acostado en la cama escucho los nocturnos de Chopin mientras miro al techo con infinito ausente en mis ojos. Leo algunas páginas de Pedro Paramo, antes de acostarme a soñar sobre mi papá. Me lavo los dientes. Y en los álgidos instantes de la consciencia, cae sobre mí una avalancha de preguntas: “¿Será necesario el encierro? ¿Deberé tomar las medidas necesarias contra la pandemia? ¿Cuáles serán los riesgos? ¿Habrá intereses de por medio? ¿Serán políticos, económicos, sociales? ¿Será señal de los tiempos?” Río de mí mismo. Duermo temblando.

Día 40

Encerrado una vez más en el lunes. Diario parece que empieza la semana y nada inicia de verdad. No me quiero levantar de esta cama en la que me recuerdo un niño. Escondo el color de las sábanas pesadas al tender la cama.

Bajo por el té de Jengibre. Mi tío Toño solía decir que somos animales de costumbres. Habrá que sacar provecho de la monotonía. Abro la puerta de la cocina; Justina entra acelerada, derrapa en el laminado del comedor y sube por las escaleras hasta mi cuarto. Se recuesta en mi cama. La sigo despacio con mi té caliente. La encuentro dormida sobre las sábanas rojas. Como unas guayabas que llevan dos días en mi tocador; el yogurt se calienta hace dos días en un rincón del cuarto.

Releo las frases revueltas de Amor líquido de Bauman, ausente de sueño y en compañía de su borroso recuerdo.

Bajo a desayunar y en las noticias aseguran que el gobierno ha comprado respiradores para enfermos de covid, a tres veces su precio normal; la corrupción siempre encuentra el momento oportuno. Se acumulan los trastes sucios. Me lavo los dientes. Me conecto a clase en línea; simulo estar con mis compañeros, simulo estar en clase, simulo entender al maestro, simulo hacer un intento de comentario. “¡Carajo!” -grito al cerrar la computadora. Hago mis ejercicios de respiración. Me toca hacer la comida. Algo fácil, ...pasta con atún y una ensalada de lechugas, agua con sabor de sobre. Comemos mi mamá y yo. Platicamos en la sobre mesa de los chismes familiares, acompañándolos de palanquetas endurecidas por la repetición. Leo un texto mío. Ella replica- “qué bonito”. Recogemos callados la mesa: platos sucios y comida. Antes que discutamos me ofrezco a limpiar la cocina. También me toca sacudir la sala; paso un trapo húmedo por los trofeos de béisbol de mi padre. Una sola vez lo hice sentir orgulloso, en un pasado imperfecto en que yo jugaba de lanzador. Meses después me dijo que ya no podría recogerme de mis entrenamientos por su trabajo y yo sentía vergüenza de regresarme con el entrenador; renuncié como lo hice con las cosas importantes en mi vida, por vergüenza.

Subo las escaleras, contemplo el librero; escojo algunos libros para leer. Entro a mi cuarto. Reposo. Reviso chismes y discusiones interminables en Facebook. Mi hermano confirma en el chat familiar la ida al estadio; salgo volando en bicicleta. Por fin respiro aire fresco, lejos del escritorio ese, en que a diario resisto el acto creativo, intentando escribir por encargo, queriendo acatar las reglas.

Mi sobrina y yo damos vueltas en círculos con nuestras bicis, sobre las cenizas donde se incendió el momento en que la enseñé a andar sobre dos ruedas, junto con aquél incandescente atardecer. Avanzamos a la bajada que ella llama precipicio y nombramos obstáculos a la gente que trota alrededor nuestro. Me sorprende que en pocos días se atreva a esquivar personas “¡Cuidado, obstáculo conocido!” -grita al ver a su mamá. Reímos. “Vista al frente, pies en los pedales, mano derecha en el freno” -le recuerdo. No me escucha. De regreso pasamos por el negocio de raspados al que hemos ido desde que hacemos ejercicio en el estadio por la cuarentena. Está cerrado por la contingencia.

Regreso a casa en mi bici; avanzo el camino ensimismado; soy la bici o es ella una extensión de mí cuerpo; floto, medito y fluyo a través del tráfico del tiempo; de vuelta en casa. Me baño.

En calma, logro plasmar algunos respiros en el silencio de la hoja en blanco.

No hay dulce raspado de limón, para encender la tele en la que no encuentro sosiego; cambio el canal constantemente. En las noticias siguen sin estar seguros de nada; la gente agrede físicamente a doctores y enfermeros. Las grandes marcas gastan en publicidad para decirnos que resistamos juntos al cubrebocas, a no salir de casa y a la incertidumbre. La fricción es con los de a lado, insultamos al vecino que no sigue las normas. Nos estamos golpeando entre nosotros. “Somos la generación a la que pidieron que no hicieran nada, y ni eso pudimos” -oigo decir a lo lejos en la televisión.

Escucho contigo en la distancia de Cesar Portillo de la Luz me abraza los oídos su guitarra.

Releo Pedro Páramo y soy un muerto más, que platica entre páginas del libro favorito de su padre. Se mezcla el presente y la memoria en mi lectura.

“¿Será necesaria la pandemia? A la mierda los riesgos. Seguro que hay intereses políticos, económicos y sobre todo falta de hospitales. Dios no existe, nunca existió. Al menos en mí; no existe el milagro en estos días iguales, encerrados en la monotonía. No puedo contener la risa; salgo adelante, a pesar de la rutina. Busco pretextos para salir a la calle. Busco pretextos para encender la televisión y seguir viendo las mismas novelas, concursos, realitys, películas, infomerciales, durante la noche entera me trago las mentiras. Total, sigo fingiendo estar en cuarentena.


Día 365

Viernes. Ruedo en las sábanas cafés y retorcidas de la misma maldita cama de una vida entera. Tardo en bajar. Ya es costumbre no tomarme el té. Hace días que no veo a Justina, mi gata. Hace días que no como fruta, me cuesta ir al baño; mi cuarto huele a yogurt podrido. Hago a un lado el libro de Bauman con los ojos cerrados para no soñar unos minutos más, dormido. Se extendió la cuarentena y ya es un año de fingirnos encerrados. En día de muertos, en navidad, en año nuevo nos volvimos locos por la inercia de una vida calendarizada. Todo va peor y la muerte se acerca cada vez más a nuestro círculo. Yo mejor me he tragado mis palabras al respecto, mejor no nombro al bicho. Tomo mis precauciones.

Bajo a desayunar y en las noticias informan anormalidades en pacientes del covidjas. Filtran rumores de inyecciones que los infectan de muerte; la estupidez siempre encuentra el momento oportuno. No puedo mirar los trastes sucios. Me conecto a clase en línea; simulo estar con mis compañeros, simulo estar en el salón de clase, simulo entender al maestro, simulo estar en silencio. Simulo apagar la computador y acostarme a dormir. “Carajo...” -replico harto de los días idénticos, con miedo a desmoronarme como terrón entre mis sueños. Ya no hago ejercicios respiratorios, solamente contemplo el librero de mi padre. Decidimos mi mamá y yo comer en la fonda de la cuadra para no ensuciar más la cocina. Pregunto algún chisme mientras engullimos los alimentos, para motivar la plática entre nosotros. Decido no agobiarla más con mis palabras escritas pues al final, es cosa mía. Al regresar a casa tendemos la ropa; chocamos, discutimos; “¡No estoy gritando, así tengo la voz!” -me grita. Nos reímos. Me toca hacer el aseo de donde se ve la tele, donde solíamos reunirnos en familia. Sacudo el librero lentamente. Redescubro a mi padre mediante los títulos de los clásicos; la Ilíada, la Odisea, Crimen y castigo, el Quijote, Otelo y los diálogos de Platón. Siento impotencia de no haberlos leído nunca, de no haber podido comentarlos con él. “Qué habría apuntado, y porqué le interesaba la literatura. Era yo tan pendejo y le di la espalda mucho tiempo a los clásicos y él mismo, a su estante lleno de hojas del alma.”

“Qué pensaría él de lo que escribo ahora. Me leería con su particular silencio; y eso sería suficiente.” Extraño su compañía. Subo a mi cuarto. Reviso Facebook deteniéndome en nada; mi mamá adivina el ocio y me pide tallar la grasa adherida a las paredes de la cocina. Tendemos la ropa para que se seque durante la noche. Enciendo la tele en la que ya no encuentro sosiego; cambio de canal como de humor. En las noticias siguen sin estar seguros, mas que de la obediencia absoluta a papá gobierno. Leo a Salomón de la Selva toda la noche como rezándo a un dios sin rostro; el de la poesía:

“¡JA! ¡JA! ¡ja!... Compañeros, la guerra la vamos a perder de todos modos. ¡Todas estas ratas!...¡Ja! ¡ja! ¡ja!...
Antes eran pocas; y comían raíces, y era fácil librar de ellas los viñedos. Pero ahora que se han multiplicado y comen carne humana, serán, cuando se acabe la guerra, lo que domine a Europa. ¡Para que nos coman las ratas dejamos los oficios pacíficos: para darle Europa a las ratas!
¡Y qué van a poder contra estas fieras aquellos hombres-ratoncillos roedores de queso, aquellos muchachos-gatitos lamedores de leche, y las mujeres infelices que se quedaron en casa!”

(Salomón de la Selva. (1989). El soldado desconocido. México: El fondo de cultura económica.)

Amanezco con Justina dormida en el vientre. Me siento tranquilo como nunca. “¿Quién la dejó entrar a la casa? ¿Habrá estado escondida adentro todo este tiempo?” La miro a los ojos y me hipnotiza, no puedo despegar la mirada. Se abren sus pupilas como los dos telones amarillos de mi vida y entro en una oscuridad inmensa.


Día...

No sabía qué día era ni porqué lo soñaba en pretérito imperfecto. ¿Cómo había llegado a aquí? A esta jungla del sueño. Dormitaba y escribía en imágenes; Quería creer que todo cambiaba después del encierro; sabía que el milagro nos habitaba de uno en uno pues a pesar de cualquier adversidad la vida transcurría en la carne viva. Cállate Emiliano. ¿Tú qué sabes?

Justina aparecía entre la maleza y se escapaba. La perseguí a través de ramas, rocas, pedazos de letras obstruyendo el camino hasta otro tiempo. Alcanzaba a oler humo y creí ver pasar a una mujer en taparrabos. Llegábamos a un acantilado desde el que podía ver un cúmulo monumental de basura y desperdicios, en su mayoría electrónicos. No sabía si estaba en el futuro o en el pasado; si vivía en carne propia una distopía o si había vuelto millones de años, cuando la áspera naturaleza cubría con su hambre la tierra entera.

La rutina se había adherido con la grasa de los días iguales a mi cerebro, a la comodidad con la que esperaba estar de vuelta en la normalidad de casa de mi madre. La obediencia no me dejaba pensar, salir de mí mismo. Tanta gente que vivía en la calle a donde habría ido, los que aún debían salir a ganarse el pan infectado de meritocracia. Qué me importaban las necesidades ajenas si tenía la probabilidad de mi lado, si seguía vivo. Seguía correteando a mi gata entre arbustos de espinas y telarañas enormes. “No sé qué escribir hoy, o mañana, o de si hacerlo por encargo o si ganar un peso por cada letra acumulada, no sé si escribir a pesar de la crónica para la clase. Soy un aliento en los pulmones del universo; qué importan mis respiraciones controladas.” Cállate Emiliano.

Y qué si la extrañaba a Ella después de 10 años de olvidar o talvez miles. ¿Y qué si no existíamos ni ella ni yo en ese mundo? O qué importaba si llevaba una vida sin presentar una pareja a la familia, si no podía olvidar el rumor de un río de amor sincero, si con ello me arrullaba y también me despertaba arrepentido todos los días. Y qué si ya no tenía ni eso.

“Dijeron que aceptaría la muerte de mi padre con el tiempo. No es cierto, no me van a callar. Cada día lo extraño más, sigo siendo un niño encerrado en esta maldita casa; tengo 27 años y no sé ganarme un centavo con mi esfuerzo. No he publicado un solo libro. Me han querido poner el bozal de la obediencia y mandé todo al carajo; menos esta puta voz que no dejo de escuchar.”

Volví en sí, a la realidad con Justina soñándome en el vientre. Pero quise seguir soñando y me puse a escribir. “Soy escritor porque escribo. Porque cada que quiero ganar un concurso lo pierdo, pero de alguna manera aparece un lector que agradece mi palabra como un símbolo espiritual en su camino; eso es todo lo que me alimenta. Necesito caminar sin rumbo para seguir hasta caerme al precipicio hecho con deshechos. Tal vez se les habían acabado los mares y ríos para tirar sus porquerías y la podre fue borrando la línea entre el hombre, su basura y su tecnología. Sus modernas ciudades, sus delicados palacios se inundaron de inmundicia. Y qué si solo escribo desde mi infancia para nombrar lo que observo. Para llevar luz o más oscuridad al ominoso escritorio. Qué importa si no soy el típico poeta empotrado en una solemne silla hecha de sombras.

El covid traía de vuelta un miedo antiguo, perteneciente a los días brutos de la prehistoria; cuando un león podía y devoraba a la gente al salir de casa. No había cubre bocas que detuviera al virus más temido de la naturaleza. Aun dormía y soñaba abrazado al dinosaurio de Monterroso; los mejores científicos de la modernidad se habían hincado ante la incertidumbre, los dioses nacían y morían en cualquier rincón del mundo.

Transcurrí como un mueble más empotrado en la casa de mi niñez; recorrí el pasado librero al que nunca puse atención, aseé el interior de mis recuerdos, me senté de nuevo en el piso. Salí al patio a respirar el infinito azul, e hice las paces con el pretérito imperfecto, ahora pasado. Harto de las mismas historias que me rodearon, que me hicieron quien soy, harto de quién era en el ahora; di vueltas en la piel hasta desgarra su tejido para liberar la oportunidad de ser otro.

“Transcurre el tiempo presente a pesar de mis elucubraciones, la eternidad es solo una respuesta para el sosiego de mi mente que pregunta a diario por los dioses frente al espejo del baño en el que me admiro sin lavarme los dientes desde hace un siglo. ¿Y la guerra en Guanajuato o Celaya por el narco y huachicoleo, tan cercanos al Querétaro de mi infancia? ¿Y los feminicidios, cercanos a todos? Pareciera como siempre que el interés no está en el número de defunciones, sino en la reputación del gobierno. Está en juego la, ahora evidente, merma del presupuesto para hospitales y suplementos médicos, la autoridad desinteresada y opresora. Para cuándo la educación económica, si les conviene que se beneficien las grandes empresas y sigan invirtiendo millones de pesos mexicanos en anuncios que aborden el tema del covid de manera políticamente correcta. En las pantallas del mundo, una vez más, piden reconocimiento moral al cuerpo médico que arriesga su vida por las mentiras de los políticos, que aceptamos cada votación y que ignoramos a diario mientras la policía mata a los que no usamos el bozal de la obediencia. Somos la generación a la que nos pidieron hacer nada… ¿Y seguimos la orden? ¿Nos quedamos esperando la vacuna? Hecha por las mismas corporaciones que mueven al mundo, y se aprovechan de una tragedia innegable de la naturaleza que nos recuerda callarnos el hocico.


Tal vez mañana me olvide de esta voz, o deje de soñar, porque la vida es olvido constante. Tal vez la muerte me despertará como alguien distinto; que al ser comido por los gusanos devolverá un pedazo de tierra al seno de lo divino; donde una religión nueva, que reinterprete al sueño, germinará con almo cambio desde las entrañas de estas letras. Tal vez me arrepiento de lo que digo y me quedaré callado ante la impotencia de poder servir. Pero sigo intentando encontrarme conmigo mismo, con los libros del librero de mi padre, con los chismes de mi madre que nutren mí propia historia, y con las peleas de hermanos a las que más añoro cuando escribo desde la incertidumbre de lo más profundo en mis entrañas.


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