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Foto del escritorEmiliano Zavala Arias

Crítica a mí mismo o del valor intrínseco en las personas



Una cosa es ser crítico y otra muy distinta, criticón. Estamos acostumbrados al formato de las telenovelas, a buscar al bueno buenísimo y al malo malote, incluso en palabras de la juventud, a los tóxicos y a los que van a terapia. Nos es fácil radicalizar nuestros juicios morales en un mundo de técnicos y especialistas; vivimos una época en que las redes sociales están llenas de opinadores profesionales. Y la vida nos sobre pasa sin nosotros dar cuenta.


“¡Pinche experiencia! Y ¡pinches leyes! Y ahora todo se hace con la ley. De mucho licenciado para acá y licenciado para allá. Y yo ya no cuento. Quítese viejo pendejo. ¿En qué universidad estudió? ¿A qué promoción pertenece? No, para hacer esto se necesita tener título. Y se necesita estar bien parado con el grupo y andar de cobrero. Sin todo eso la experiencia vale una pura y dos con sal.”

(Rafael Bernal. (1969). El complot mongol. Ciudad de México: Joaquín Mortiz.)


Incluso nos gusta identificarnos ante la gente como “el ingeniero” o el “licenciado tal”, “mi primo el médico”; él podrá ser un inepto en el tema, pero tiene su papel que lo avala ante la sociedad. Y aun si eres un gran profesionista, cualquiera que sea tu rama, estás dejando de lado tu nombre, estás dejando de lado a la persona que ya eres. En nombre de un futuro progreso te has convertido en un personaje que representa a el sistema.

En el sistema educativo actual es necesario asistir, cumplir con las tareas asignadas y por su puesto pagar la cuota estimada por adquirir el conocimiento. El estudiante invierte tiempo, dinero y esfuerzo en un mero trámite para recibir un título de certificación. Y hoy el título de licenciatura resulta ser muy poco. Nos hemos convertido en consumidores intelectuales para poder llegar a ser autoridades que puedan pasar del otro lado de la línea entre lo bueno y lo malo; ser juez y no juzgado.

En su texto sobre la Educación, María Luisa Moncayo propone enseñar a leer de manera crítica; es decir que no se deban leer por encima los textos, ni ver las palabras como etiquetas que aluden a conceptos técnicos. Para una reforma en la enseñanza nos dice la autora Moncayo que es necesaria una lectura profunda de los libros como de los fenómenos sociales, leer a las personas, sus gestos y sus formas de expresión. (Moncayo, 2010)

Mi padre siempre me decía que no importaba si quería ser barrendero en la vida, que debía ser el mejor. Hay una parte en mí que todo el tiempo busca el reconocimiento de los demás, que alguien me reconozca como el mejor en algo. Quiero llamar la atención. Y otras veces siento culpa, como cuando se dice “sólo quiere llamar la atención”, “déjalo, solo quiere atención”, como si fuese algo malo.


“¿Eres «moralmente» tan anticuada que consideras la vanidad femenina una frivolidad? Ya deberías saber que las mujeres quieren sentirse guapas para sentirse amadas. Y querer sentirse amada no es una frivolidad.”

(Clarice Lispector. (2011). Apariencia; todo tiene remedio. ¿?, de Siruela Sitio web: https://www.siruela.com/archivos/fragmentos/SolaparaMujeresfr.pdf )


Como tampoco lo es el querer atención. Escribo porque quiero llamar la atención de las personas, porque busco sentirme escuchado, querido.


Pero vuelve a molestar la razón. ¿Por qué las grandes editoriales no voltean a verme? Seguro es porque no soy lo que buscan. Lo único que les importan los textos novedosos y los artistas que producen éxitos al ritmo incansable de las redes sociales. ¿Por qué no se viraliza lo que escribo? ¿Debería ceder mi voz para vivir de lo que quieren otros de mí? ¿Yo? ¿Venderme? ¿Vender mis escritos?

Pensamos que para ser críticos debemos instaurarnos en el pedestal del juez y hablar sobre las injusticias que acarrea el estar vivos. Eso sería ser criticón. Ser crítico sería preguntarme por qué alguien se obligaría a producir un texto por semana, peor aún, sin estar ganando un solo peso. La voz de mi padre continúa susurrada en cada letra de mi nombre; sé que pude haber hecho más, pude haber sido un mejor hijo, un mejor estudiante y un mejor escritor. Pero procrastino, pero me equivoco, pero a veces simplemente no confío en mí valor y utilidad para la sociedad en la vivo.

No quiero ser mejor, quiero poder equivocarme. Porque el error me ha hecho más humano, más comprensivo con los demás. No quiero ser el primer lugar, quiero defender el lugar que ya me ha dado la vida.

Para eso escribo, escribo para ser crítico conmigo mismo, y así ir cada vez más profundo en mi resignificación como persona viva. No para subirme a un pedestal y nombrarme a mí mismo autoridad intelectual y ser un caudillo liberador de la cultura por el pueblo. Quiero borrar el vestigio del caudillaje en mi nombre. Mi padre me llamó Emiliano porque junto al apellido Zavala estoy a tan sólo dos letras de ser Emiliano Zapata. Escribo para re significar lo que se me ha impuesto, para apropiarme de esta vida y defender el espacio y tiempo que por hoy ocupo; soy la pintura de zapata con tacones, el hombre desvestido de la solemnidad patriótica, el caudillo indefenso y delicado que ha venido sin fusil a la guerra. Llevo tan solo unas palabras entre las manos con las que moriré enterrado en la comodidad del olvido, lejos de ser considerado héroe nacional por las autoridades.

“Pesa sobre nosotros todavía
el caudillaje, militar o cívico
lo mismo da; porque es la barragana
del caudillo arbitrario la Justicia,
y, para haberla, o para
que no se encone y tuerza en contra nuestra,
creamos al caudillo
y a su favor nos arrimamos.
¡Guay de quien no tiene influencias!
(¡Contra esto clamo!)”

(Salomón de la Selva. (1989). El soldado desconocido y otros poemas. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.)


Obra La Revolución de Fabián Chairez (Chiapas, 1987)

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