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Foto del escritorEmiliano Zavala Arias

Carta a mis miedos

Viernes 8 de enero del 2021

A mis miedos:


al paso del tiempo,

a la luz,

a ser incomprendido,

a la monotonía,

a volverme ciego,

a quedarme solo,

a estar loco,

a ser responsable de una vida citadina,

a no morir nunca,

a verme tal como soy,

a vivir para siempre entre muchos...


les escribe Emiliano...


Aunque deberían saber quién les escribe, porque son, indudablemente, parte de mí.

Hemos pasado tanto juntos que he olvidado el día en que nos conocimos. Incluso estuvieron antes de saber quién era yo; me acompañaron desde que tengo uso de razón, antes de los tiempos en mi memoria.


En aquella época era un niño sincero y vivaracho, actuaba por inercia y mi estúpida risa era capaz de iluminar el cielo. Pero la adolescencia me trajo secretos, sombras que fueron alcanzando los rincones de mi cuerpo muy dentro mío, celando cada pedazo luminoso para acurrucarse en su abrigo: miedos. Nunca volvió a gustarme ser el foco de atención sabiendo que detrás de él podían juzgarme, ver a través de mí.

Comencé a cuestionarme quién era yo, a llevar mis rutinas al límite. No sabía cuál era mi pasión, pues nada me satisfacía para siempre; ni las matemáticas, ni el deporte, ni la música, ni la escritura. Me preguntaba cómo quería vivir de grande y, no quería ser grande jamás. Me incomodaba ahondar en qué hacía yo para lograr mis metas, atónito frente al lenguaje, perplejo, apendejado por el tiempo entre mis propios problemas. Te sentía particularmente, miedo a ser un don nadie.

Comenzaron a pasar los días iguales; de indisciplinas, de tareas no hechas, de materias reprobadas, de fiestas y salidas prohibidas. Si yo era un número más en la escuela por qué iba preocuparme por mis materias vacías. Si a nadie le importó mi soledad por qué habría de conservarlos amigos o amigas, maestros en el aprendizaje de la vida. Me volví antisocial, me hice por mi propia voluntad hacia la oscuridad para estar tranquilo con lo que exploraba.

Pasaba la tarde en el comedor de mi casa, evitaba hacer los ejercicios de matemáticas que ya sabía contestar. Miraba directo al foco amarillo para matar al tiempo; sentí quedarme ciego un millón de veces; así no vería pasar los días, las horas, los minutos idénticos, no vería las marcas en mi rostro y no se haría viejo el paisaje de los segundos frente a mis ojos.

Quise ser sincero y confesé que nunca supe cómo lidiar con ustedes, incendiándome la mirada. Nunca entendieron de razones; por más que quería dar respuesta a sus preguntas, por más que quería, terminé cacareando ante una oscuridad absurda. Por eso me repetía a diario su inexistencia, que estaban solamente en mi imaginación. Ese era exactamente mi problema: cómo acabar con algo que a pesar de estar en mi interior no respondía a mis conclusiones lógicas; cómo acabar con una parte de mí que no me correspondía más allá de las imágenes divididas.


Y qué si me quedé solo en la oscuridad, estaban ustedes. Quién podía conocerme mejor que ustedes o quiénes eran mi mejor compañía que mis miedos. Solamente ustedes identificaban a la perfección mis caprichos, saltaban a la más mínima provocación. Quería hablar aquello que ardía en mis entrañas, quería contárselos a los demás, mas nadie me escuchó, sólo ustedes; tal vez por creer que había perdido la cabeza. No quiso nadie saber de su existencia en las sombras.

Respondían a otras leyes, unas que podía sentir en el cuerpo; sentirlos a ustedes vivos en mi interior.

Se anidaron en las alcantarillas viejas de esta ciudad, junto a las ratas en los rincones sucios de los mercados, con el canto de los grillos por los arrabales en los que pasé a pie buscando encontrarme ante la respuesta de lo desconocido. Qué cosa habría de decir que se aferró a esta carne viva.


Ustedes, miedos, tienen vida propia, se aparecen sin pedir permiso. Harto de no poder controlar sus ansias de apoderarse de mis expresiones, quedo pasmado ante la vida, ante el tiempo, ante el camino que es el cuerpo de las letras. Y rompo con las cadenas que son mis brazos y piernas, para ser otro texto distinto.

Y aquí estoy hoy, frente al espejo, hecho de palabras. Enfrentándome a ustedes como a mi rostro. Se ha marcado la insistencia de aquel niño, del adolescente y ahora de este adulto errante que muere por enfrentarse con su camino hacia la angustia, por dejar de ser un mantenido, por enfrentar la vergüenza del escenario, por saber cobrar lo que yo escribo, por hacer dinero para comprarme una casa que también sea mi cementerio, por ganarme un lugar que nutra a los gusanos de la sociedad con los desperdicios del cuerpo, por madurar y estar a la altura de un adulto responsable con la familia, por volverme un sirviente de su propia gente y también de sus promesas exiliadas del paraíso.

Si escribo ya es empezar a moverme, dejar atrás la vida mientras la digo. Si escribo hago música con los restos de estar vivo, con los huesos de un pasado antiguo en que resopla este aliento casi frío.

La muerte se habrá vuelto mi amiga, cuando me alivie de la individualidad de esta agonía incesante, del presente continuo en el que no dejo de ser yo mismo, de enfrentar los mismos miedos y de no escapar a mis rasgos, mis errores y mis gestos.


Esta carta la hice con la intención de no ser más un hombre de palabra. No de que la leyeran ustedes o de acabar con su existencia, sino con la ocurrencia de poder volverlos una carta que guardaré en mi cajón de los calzones, junto al olvido. Este texto lo hice con el propósito de, con el paso de las oraciones, algún día, despedirme de ustedes y fundirme en el silencio infinito del punt...


Firma:

con alevosía y ventaja, Emiliano Zavala Arias

Pd: Ya que los dejo inconclusos pasaré a leerlos y a reescribirlos de vez en cuando. Hasta entonces, disfruten de su propia naturaleza en la oscuridad en los cajones de mi memoria.




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