A la memoria de mi padre
Se dice que el tiempo lo cura todo y que las pérdidas pasan. Es mentira. Que con los días viene la resignación y volvemos a las andadas sobre nuestro particular camino. Cada momento que pasa en su ausencia se agranda la sombra en mí, hasta hallarme asfixiado entre las raíces de locura a causa de sus recuerdos; cada tic tac de las manecillas del reloj me roba un respiro que me separa de la imagen del último abrazo que compartimos. Se dice que debemos hablar bien de los muertos. Yo pienso que hay que recordarlos con todas sus letras.
J. Francisco Zavala Cuellar era un hombre de otros tiempos, que añoraba la tierra y la tranquilidad. Nació en una familia de dinero de un pueblo llamado Moroleón en Guanajuato, en una casa enorme en la que presumía jugar baseball en sólo una de las habitaciones. Le fascinaba ir de vacaciones con su abuelo quien se encargaba del mantenimiento de varias haciendas y lo ponía a trabajar en los ranchos y lo regañaba un montón; mi papá le puso a su primer hijo (mi hermano mayor) Zenón en honor de aquel abuelo. Llegó a correr en las parejeras; contaba que el mayordomo lo había convencido y que él mismo le había amarrado las piernas al caballo para correr, pues se hacía sin silla de montar, a pelo y que al momento de la carrera se le salía el corazón; ni siquiera recuerdo si ganó o perdió. Mi padre era un hombre de pocas palabras y ambiciones, excepto cuando se trataba de platicar sus historias de juventud o de infancia, entonces se derrochaba en encontrar los detalles.
Mi padre entró a trabajar desde los doce años de edad cuando llegaron a Querétaro después de haber perdido su dinero. Desde entonces mi papá se entregó al trabajo y a su casa. Él mismo me dijo alguna vez que de no haber sido por la situación no habría sido mecánico industrial sino médico. Pero sin duda compartíamos un gusto por la palabra. Su libro favorito era Pedro Páramo y lo descubrí después de que falleció. Cuando lo leí fue como reencontrarme con sus anécdotas y la época que atraía con sus historias.
De él heredé este carácter melancólico y triste por lo perdido, por lo pasado y por renombrar una y otra vez lo vivido. Compartimos tantas pláticas que no me alcanzaría el lenguaje; tantas conversaciones cuando me recogía de la escuela, tantos chistes; los juegos de palabras eran lo que él más disfrutaba.
Puedo decir que siempre estuvo, y ha estado aun cuando ha partido, en su casa, su trabajo, sus historias, su familia; pensamientos, hábitos, gestos y hasta escritos míos; en el paisaje del tiempo que hemos compartido a lo largo de años. Ya van ocho de su muerte y hoy tomo lo que anoté hace tiempo en una libreta sobre su regazo para reescribirlo; desde el fruto prohibido del presente, invoco el pasado en el ritual de estas letras afinadas.
En aquel día podía ver su arrugado cuello, su cabeza recostada, sus labios pegados, con un lívido verdor en la piel de su agrietada cara a causa de la deshidratación; dolor, lucha, trabajo por conseguir el aire, la vida, aparecían en su rostro. Su respiración podía sentirla junto a mi oído, y su mirada se perdía en sus pupilas dilatadas. Se sentía su desesperación en apenas un apretado quejido, y se tallaba la cara como buscando encontrar la verdad…
No sabíamos que tenía dos tumores en la cabeza y le dábamos medicamentos para dormir. Las noches eran lo peor, pues el cáncer lo mantenía despierto y las pastillas lo hacían soñar con los ojos abiertos. Llamaba a su madre, rezaba por su gente cercana, una vez cortó las sábanas sin razón alguna. En él existía la desesperación de un niño atrapado en una oscura y descuidada jaula; frente a unos zapatos gastados y sin brillo, junto con un juguete solitario, en medio de la oscuridad de sus dos ojos idos; cumpliendo una promesa que no se había dado cuenta que había hecho.
En una de sus lágrimas me encontré a mí mismo. En un momento de lucidez pude verme en el futuro, me dejé impregnar de él de sus defectos. Se mezclaron nuestros tiempos. Me compartió algo de sí mismo, me contagio de su profundo silencio, de su tristeza y de su soñar despierto. No dejé de impregnarme de su olor, de su recuerdo, de su abrazo. …ahí estaba con él, recostado en su pecho; percibía su olor a hospital, a sudor y a su loción que no podía faltar nunca. Cerraba los ojos y escuchaba las navajas del tiempo desgastar la madera de su tórax; las bisagras de su cuerpo crujían secas y oxidadas. Aunque no me habló, pude sentir que me llamaba; estaba como resentido. Y yo que también guardaba silencio, escribía sobre su hombro sólo para no separarme de él. Comencé a leer algo así como estas palabras y el volteaba su cabeza negándose a escucharlas, quería arrancar mis palabras de sus oídos. Cuando no vio otra salida se calmó y terminó por dejarme leer lo que tenía que decir. Terminé, lloramos y lo abracé con todas mis fuerzas para no dejar ir la memoria de su cuerpo, de su abrazo.
Desde antes de su enfermedad vi la tristeza en el humo acumulado de sus ojos, en el cigarro amarillento entre sus labios. En su momento no supe qué fue. Ahora sé que se consumió en un amor incondicional por los demás, por quienes él quiso llamar familia; entregó sus sueños, su tiempo y hasta su respiración por su mayor placer. Se consumió en los nervios de un tabaco que renace ahora entre mis manos. Una persona no es su buen físico o sus grandes ideas; es el cadáver que ha surcado la memoria de quienes lo conocimos y ha abonado una planta mística en el alma de sus historias. Mi padre tuvo sus defectos, como fumar tanto cigarro, pero hasta en ello se entregó en cuerpo y alma. Nos educó con la frase de ser los mejores en lo que hiciéramos, así fuésemos barrenderos.
Vida que no debemos dejar morir para que su esencia siga aquí. Se ha fundido con la luz que se reflejará en nuestros días, nuestros gestos, nuestras ideas, nuestros mismos sueños que ha nutrido con su sombra. Él nos ha hecho una parte de quien somos, y no puedo dejar de estar infinitamente agradecido porque estoy orgulloso de quien ahora soy.
Un tío, un hermano, un padre, un esposo, un familiar, un amigo, un excelente ser humano, filántropo, soñador y fuente de gran inspiración. Siento todavía ese dolor, perdóname por no haberte entendido como merecías, sabes que te amo con lo que alcanza en mi ser, gracias por haber sido el mejor padre que pudiste ser.”
La muerte cercana me transformó y a él le ha desordenado, quizá no tengo su abrazo, pero su cicatriz no se ha ido. El dolor de la muerte de mi padre hizo quebrar la semilla en mi memoria, y ha crecido un árbol, no de conocimiento, sino de incertidumbre del que a diario como el fruto y alma su coraje entre mi sangre. A la sombra de las 2920 hojas sin ti, he perdido el paraíso y he tenido que aprender a sostenerme sobre mis propios pies. Aprendí que para seguir amando debo primero cuidar de mí y honrar tus enseñanzas con mis propios pasos que a lo mejor un día se junten con tu partida. Y espero venga del horizonte el mensaje de esperanza, detrás de mis ojos. Pues si son la ventana al alma, habrá un día en que deberé dejar esta casa, para reunirnos en el abrazo de arrabales de la memoria colectiva.
A la memoria de mi padre que murió un 22 de enero del 2013 Y desde entonces lo recuerdo y lo siento en mi propia carne.
Cuando mi Tío Pancho llegaba a la casa de mi abuela, nos encontraba a los primos y nos decía: Ni-Comemos (Nico), Ni-Zenamos (Zenón), Ni-Almorzamos (Omar). Le ha de estar dando coscorrones a Omar por travieso... descansen en paz.